Recibí el primer golpe al bombo directamente sobre el pecho y dejé de respirar un momento antes de que me recogiera en brazos el primer redoble. El escalofrío que recorrió nuestros cuerpos fue más efectivo que la mayor de las descargas eléctricas y, es que, Ronnie había dado comienzo a algo que todos deseábamos que jamás terminase.

Le siguieron James y Glen D, enloquecimos, nos agitamos y rompimos a aplaudir interrumpiendo el tema una y otra vez. Rodamos mástil abajo por la guitarra de James hasta llegar a sus manos y saltamos entre las teclas blancas y negras de un Glen D. Hardin que pese a estar sentado de espaldas a nosotros era capaz de darse la vuelta para azuzar aún más el fuego de aquel fervor que se desataba por segundos.

Los solos se sucedían una y otra vez entre las estrofas de los temas y las variaciones surgían de entre el virtuosismo de una banda que manda, ellos son los protagonistas. Han pasado media vida guardando las espaldas de los grandes artistas de este siglo, al pie de sus instrumentos, lejos del borde del escenario, sin embargo, es ahora cuando se les pide que salgan a recoger lo que han sembrado durante tanto tiempo.

Cada vez que Burton se acerca al público se produce un desprendimiento de sentimientos que empuja hacia el escenario con la intención de recoger de las yemas de sus dedos un ápice del talento y algo de la fuerza de ese hombre tranquilo y su eterna guitarra Fender. Glen D, de espaldas a nosotros cabecea una y otra vez, hombre alegre y divertido capaz de seguir tocando y bromear con el público que le jalea y sonríe ante las carantoñas del teclas.

Los Imperials entran en escena, sin cuerdas, ni teclas, ni parches. No, nada de eso. Ellos son sus voces y sus voces son ellos. El momento se hace tan íntimo que los que estábamos en el público mandábamos callar a nuestros compañeros. Se elevan una y otra vez las voces de los, por entonces, cuatro músicos que repiten las estrofas bajo la batuta de un visiblemente emocionado Dennis Jale. Son grandes, son Dioses, son humanos con cierto grado de inmortalidad que no les salva de sufrir las enfermedades de sus cuerpos. Poco después de aquel concierto en el Luz de Gas, Joe Moscheo se retiraba. Le recordaremos siempre, dando hasta la última calada de aire de sus pulmones por nosotros, por retomar la estrofa, por cuidar la armonía y por sentenciar en un suspiro que nosotros, los del público, éramos números uno.

Jale, emocionado, se echa a un lado para que saluden sus compañeros, los auténticos protagonistas. Ahí estaban todos saludando y ahí estábamos todos aplaudiendo, con los pies en el suelo y con nuestras almas flotando sobre nuestras cabezas a revueltas con Elvis, físicamente ausente y presente en todos nuestros corazones.

Y soñamos, soñamos durante meses que seguíamos allí, entre más de 600 asistentes que habían vivido aquella misma experiencia que nos cambió. Porque siempre es la última vez que los vemos. Porque verles una última vez es un castigo. Porque odiamos la posibilidad de que exista una última vez definitiva. Porque siempre querremos volver a estar allí. Y porque sí: estaremos allí una vez más. Volveremos a encontrarnos con ellos, volveremos a escucharles, a caer rendidos al pie de sus notas. Porque volveremos a soñar con volver, por eso volveremos.

Nos veremos. Anotad: Sala Luz de Gas sábado 31 de enero de 2015.

 

Volveremos a revivir este fantástico concierto dentro de muy poco tiempo.

Volveremos a revivir este fantástico concierto dentro de muy poco tiempo.